CATEQUESIS DEL PAPA FRANCISCO EN LA AUDIENCIA GENERAL DEL MIÉRCOLES 5 DE DICIEMBRE DE 2018
Hoy comenzamos un ciclo de catequesis sobre el Padre Nuestro. Los evangelios nos presentan retratos muy vívidos de Jesús como hombre de oración. Jesús rezaba. A
pesar de la urgencia de su misión y el apremio de tantas personas que lo reclamaban, Jesús siente la necesidad de apartarse en soledad y rezar. El Evangelio de Marcos nos cuenta este detalle
desde la primera página del ministerio público de Jeśus. El día inaugural de Jesús en Cafarnaum terminó triunfalmente. Cuando baja el sol, una multitud de enfermos llega a la puerta donde mora
Jesús: el Mesías predica y sana. Se cumplen las antiguas profecías y las expectativas de tantas personas que sufren: Jesús es el Dios cercano, el Dios que libera. Pero esa multitud es todavía
pequeña en comparación con muchas otras multitudes que se reunirán alrededor del profeta de Nazaret; a veces se trata de reuniones oceánicas, y Jesús está en el centro de todo, esperado por el
pueblo, el resultado de la esperanza de Israel.
Y, sin embargo, Él se desvincula; no termina siendo rehén de las expectativas de quienes lo han elegido como líder. Hay un peligro para los líderes: apegarse demasiado a la gente, no mantener las distancias. Jesús se da cuenta y no termina siendo rehén de la gente. Desde la primera noche de Cafarnaum, demuestra ser un mesías original. En la última parte de la noche, cuando se anuncia el amanecer, los discípulos todavía lo buscan, pero no consiguen encontrarlo. ¿Dónde está? Hasta que por fin, Pedro lo encuentra en un lugar aislado, completamente absorto en la oración y le dice: "¡Todos te están buscando!". La exclamación parece ser la clausula que sella el éxito de un pleibiscito, la prueba del buen resultado de una misión.
Pero Jesús dice a los suyos que debe ir a otro lugar; que no son las personas las que lo buscan, sino que en primer lugar es Él el que busca a los demás. Por lo tanto, no debe echar raíces, sino seguir siendo un peregrino por los caminos de Galilea. Y también peregrino hacia el Padre, es decir: rezando. En camino de oración, Jesús reza. Y todo sucede en una noche de oración.
En alguna página de las Escrituras parece ser la oración de Jesús, su intimidad con el Padre, la que gobierna todo. Lo será especialmente, por ejemplo, en la noche de Getsemaní. El último trecho del camino de Jesús ( en absoluto, el más difícil de los que había recorrido hasta entonces) parece encontrar su significado en la escucha contínua de Jesús hacia su Padre. Una oración ciertamente no fácil, de hecho, una verdadera agonía, en el sentido del agonismo de los atletas, y sin embargo, una oración capaz de sostener el camino de la cruz. Aquí está el punto esencial: Allí Jesús rezaba.
Jesús rezaba intensamente en los actos públicos, compartiendo la liturgia de su pueblo, pero también buscaba lugares apartados, separados del torbellino del mundo, lugares que permitieran descender al secreto de su alma: es el profeta que conoce las piedras del desierto y sube a lo alto de los montes. Las últimas palabas de Jesús, antes de expirar en la cruz, son palabras de los salmos, es decir de la oración, de la oración de los judíos: rezaba con las oraciones que su madre le había enseñado.
Jesús rezaba como reza cada hombre en el mundo. Y, sin embargo, en su manera de rezar, también había un misterio encerrado, algo que seguramente no había escapado a los ojos de sus discípulos si encontramos en los evangelios esa simple e inmediata súplica: "Señor, enséñanos a rezar."
Ellos veían que Jesús rezaba y tenían ganas de aprender a rezar: "Señor, enséñanos a rezar". Y Jesús no se niega, no esta celoso de su intimidad con el Padre,
sino que ha venido precisamente para introducirnos en esta relación con el Padre, y así se convierte en maestro de oración para sus discípulos, como ciertamente quiere serlo para todos nosotros.
Nosotros también deberíamos decir: "Señor enséñame a rezar. Enséñame"
¡Aunque recemos quizás desde hace muchos años, siempre debemos aprender! La oración del hombre, este anhelo que nace de forma tan natural de su alma, es quizás uno de los misterios más densos del universo. Y ni si quiera sabemos si las oraciones que dirigimos a Dios sean en realidad aquellas que Él quiere escuchar. La Biblia también nos da testimonio de oraciones inoportunas, que al final son rechazadas por Dios: basta con recordar la parábola del fariseo y el publicano. Sólo este último, el publicano, regresa a casa del templo justificado, porque el fariseo era orgulloso y le gustaba que la gente le viera rezar y fingía rezar: su corazón estaba helado. Y dice Jesús: este no está justificado "porque el que se ensalza será humillado, el que se humilla será ensalzado"
El primer paso para rezar es ser humildes, ir por donde el Padre y decir : "Mírame, soy pecador, soy débil, soy malo", cada uno sabe lo que tiene que decir. Pero se empieza siempre por la humildad, y el Señor escucha. La oración humilde es escuchada por el Señor.
Por eso, al comenzar este ciclo de catequesis sobre la oración de Jesús, lo más hermoso y justo que todos tenemos que hacer es repetir la invocación de los discípulos: "¡Maestro, enséñanos a rezar!"
Todos podemos ir algo más allá y rezar mejor; pero pedírselo al Señor. "Señor, enséñame a rezar". Hagámoslo en este tiempo de Adviento y él ciertamente no dejará que nuestra invocación caiga en el vacío.
CATEQUESIS DEL PAPA FRANCISCO EN LA AUDIENCIA GENERAL DEL MIÉRCOLES 12 DE DICIEMBRE DE 2018
Continuamos el camino de catequesis sobre el Padre Nuestro, iniciado la semana pasada. Jesús pone en los labios de sus discípulos una oración breve, audaz, compuesta por siete preguntas, un número que en la Biblia no es casual, indica plenitud. Digo audaz porque, si no la hubiera sugerido Cristo probablemente ninguno de nosotros - es más, ninguno de los teólogos más famosos - osaría rezar a Dios de esta manera. Jesús, de hecho, invita a sus discípulos a acercarse a Dios y a dirigirle con confianza algunas peticiones: ante todo, relacionadas con nosotros. No hay preámbulos en el Padre Nuestro. Jesús no enseña fórmulas para "congraciarse" con el Señor, es más, invita a rezarlo haciendo caer las barreras del sometimiento y del miedo. No dice de dirigirse a Dios llamándolo "Omnipotente", "Altísimo", "Tú, que estas tan distante de nosotros, yo soy un mísero": No, no se dice así, sino simplemente "Padre", con toda la sencillez, como los niños se dirigen al padre. Y esta palabra "Padre" expresa familiaridad y confianza filial.
La oración del Padre Nuestro hunde sus raíces en la realidad concreta del hombre. Por ejemplo, nos hace pedir el pan, el pan cotidiano: petición no sencilla pero esencial, que dice que la fe no es una cuestión "decorativa", separada de la vida, que interviene cuando se han cubierto todas las demás necesidades. Si acaso, la oración comienza con la vida misma. La oración - nos enseña Jesús - no inicia en la existencia humana después de que el estómago está lleno: sobre todo anida en cualquier parte que haya un hombre, cualquier hombre, cualquier hombre, que tiene hambre, que llora, que lucha, que sufre y se pregunta "porqué". Nuestra primera oración, en un cierto sentido, ha sido el vagido que acompañó la primera respiración. En ese llanto de recién nacido se anunciaba el destino de toda nuestra vida: nuestra continua hambre, nuestra continua sed, nuestra búsqueda de felicidad. Jesús, en la oración, no quiere apagar lo humano, no quiere anestesiar. No quiere que modifiquemos las preguntas y peticiones aprendiendo a soportar todo. En cambio, quiere que cada sufrimiento, cada inquietud, se lance hacia el cielo y se convierta en diálogo. Tener fe, decía una persona, es acostumbrarse al grito.
SER COMO BARTIMEO
Deberíamos ser todos como el Bartimeo del Evangelio (cf. Mc 10, 46-52) - recordemos aquel pasaje del Evangelio, Bartimeo, el hijo de Timeo - ese hombre ciego que mendigaba a las puertas de Jericó. En torno a él había mucha gente buena que intentaba hacerle callar: "¡Pero estate callado! Pasa el Señor. Estate callado. No molestes. El maestro tiene tanto que hacer; no lo molesten. Eres molesto con tus gritos. No lo molestes". Pero él, no escuchaba aquellos consejos: con santa insistencia pretendía que su mísera condición pudiera finalmente encontrar a Jesús y gritaba más fuerte. Y la gente educada: "Pero no, es el Maestro, ¡por favor! ¡estás dando una mala impresión!" y el gritaba, porque quería ver, quería ser sanado: "Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí". Jesús le devuelve la vista y le dice : "tu fe te ha salvado", casi explicando quelo decisivo para su sanación fue aquella oración, aquella invocación gritada con fe, más fuerte que el "sentido común" de tanta gente que quería hacerlo callar.
La oración no solo precede a la salvación, sino que, de alguna manera, la contiene ya, porque libera la desesperación de quien no cree en una vía de salida de tantas situaciones insoportables. Por supuesto, los creyentes también sienten la necesidad de alabar a Dios. Los Evangelios nos devuelven la exclamación de alegría que brota del corazón de Jesús, llena de asombro con gratitud al Padre. Los primeros cristianos incluso sintieron la necesidad de agregar al texto del "Padre Nuestro" una doxología : "porque tuyo es el poder y la gloria por todos los siglos". Pero ninguno de nosotros está obligado a abrazar la teoría que alguién adelantó en el pasado, es decir, que la oración de petición es una forma débil de fe, mientras que la oración más auténtica sería la alabanza pura, la que busca a Dios sin la carga de ninguna petición. No, esto no es cierto. La oración de petición es auténtica, es espontánea, es un acto de fe en Dios que es el Padre, que es bueno, que es omnipotente. Es un acto de fe en mí, que soy pequeño, pecador, necesitado. Y por eso, la oración para pedir algo es muy noble. Dios es el Padre que tiene una inmensa compasión de nosotros y quiere que sus hijos le hablen sin miedo, directamente llamándolo "Padre"; o en las dificultades diciendo: "Pero Señor, ¿qué me has hecho?. Para eso le podemos contar todo, también las cosas que en nuestra vida parecen torcidas e incomprensibles. Y nos ha prometido que estaría con nosotros para siempre, hasta el último de los días que pasemosen esta tierra. Recemos el Padre nuestro, comenzando así, simplemente: "Padre" o "Papá". Y Él nos entiende y nos ama tanto.